Breve historia de un alma buena

Ganadora del I Concurso Literario de San Martín del Río, agosto de 2015

cereals-228726_640Había sido un niño muy feliz, gran amigo de los animales y al que le gustaba correr para sentirse libre. Nunca había ido a la escuela, pero el Padre Ernesto, encargado de su educación, le había enseñado a leer y a escribir, de forma que se pasaba los domingos ayudando a quien necesitase entender cualquier mensaje oficial que pusieran en la plaza del mercado. Roque siempre había sentido la necesidad de ser útil, quizás en agradecimiento al pueblo que lo adoptó y le  dio cuanto  tenía. Sus hermosos ojos infantiles brillaban de alegría con las pequeñas cosas, como ver a un ternero venir al mundo o descubrir a una perdiz alimentando a sus polluelos. En invierno, a veces ayudaba a cultivar la vid a Tomás el campesino; en primavera le encantaba correr por entre las hileras de plantas. Cuando llegaba septiembre, no faltaba a la cita para recoger los racimos de uvas negras en el proceso de vendimia. Con el calorcito de la tarde se le veía cerca del río, jugando a distinguir los peces en el agua. También recogía cardos y espárragos trigueros, que distribuía luego por cuenta propia entre los vecinos. De noche se sentaba en el escalón de la iglesia a mirar las nítidas estrellas del firmamento, y se preguntaba cuál sería su verdadera función. Pensando, a veces se quedaba dormido, y si se lo encontraba Manuela la labriega, lo tomaba en brazos y lo metía en la iglesia.

Roque había llevado una existencia sana y feliz, entre juegos en la plaza y lecciones de historia. Pero todo ello quedó truncado el día en que cayó enfermo. Al principio pensaron que era una gripe, pues tenía fiebre alta y dolor de cabeza. Pero como no mejoraba, tuvo que meterse en la cama y guardar reposo. El párroco comenzó a sospechar que era algo peor cuando le salieron erupciones en la cara. Temiendo que fuese escarlatina, se presentó en la casa del médico, pero estaba en la capital y fue imposible localizarlo. Mientras tanto, el cura rezaba y esperaba a que el doctor llegase cuanto antes. Le cambiaba las compresas de agua fría de la frente y le hacía dormir todo lo posible. Y una noche, delirando, Roque le pidió al Padre Ernesto que le contase la historia de sus orígenes.

—Pero si te la sabes de memoria. ¿No prefieres que te cuente otra? —repuso él, tomándole de la mano, intentando sonreír.

—No, padre. Me gusta esa historia. Cuéntemela de nuevo, por favor.

El párroco le cambió la compresa de agua de la frente y le dijo:

—Te encontraron cerca del río Jiloca cuando eras un bebé chiquitito. No dejabas de llorar, así que te trajeron a la parroquia.

—¿En qué año, padre?

—Hace ocho años. Era el 16 de Agosto de 1731, por eso te llamamos Roque, en honor a nuestro santo. No encontramos a tu madre y nadie podía hacerse cargo de ti, así que terminaste quedándote aquí, en la iglesia de San Martín del Río. Los sanmartineros te traían fruta y miel cuando eras muy niño; a todos les encantaba tu desparpajo y tu buena voluntad. Te enamoraste de la figura de la Virgen del Buen Reposo; pasabas horas mirándola y rezándole, y le prometiste que serías bueno y que ayudarías a todos en la medida de lo posible. Y desde entonces vives aquí, en San Martín, alegrando con tus ocurrencias la vida de los aldeanos…

—Ha resumido la historia demasiado —se quejó el niño, tosiendo.

—Necesitas descansar, Roque. Cierra los ojos y trata de dormir un poco, ¿de acuerdo? Cuando te despiertes te traeré sopa caliente; verás que te ayuda a sentirte mejor.

Y Roque cerró los ojos y no volvió ya a abrirlos. Confió su alma a los ángeles y se fue al cielo con ellos, donde ha descubierto el significado de las estrellas y, desde entonces, corre feliz a través de los campos de viñedos.

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