El privilegio de morir durmiendo

Incluido en la antología de relatos «Cuenta la Muerte» de la Editorial Corelli (México, diciembre de 2016).

rain-874041_1280Llueve. El tictac del reloj de una casa casi vacía se convierte en un ruido ensordecedor. Los silencios humanos se convierten en memorias.

Desde que lo perdiera todo, no ha necesitado demasiadas cosas. Resulta curioso que en algunas personas el deseo de poseer se vuelva desmesurado con el paso del tiempo. Para otras, los años acumulados en la piel son inversamente proporcionales a los anhelos del alma.

Las precipitaciones se vuelven más intensas por momentos, y el repiqueteo de las gotas de lluvia contra las ventanas parece rivalizar con las manecillas del reloj. El nuevo sonido hace reaccionar a Ana Luna, aunque no tarda en volver a quedarse absorta. Su mirada vacía se extiende más allá del paisaje detrás de los cristales. No está observando nada en particular, aunque tal vez sea capaz de distinguirlo todo desde el lugar donde ahora se encuentra su mente. A nivel consciente, llegar a conocer el número total de estrellas se le antoja tan imposible como ver cumplido su único deseo.

Solo diez días, le dijeron. Catorce mil cuatrocientos minutos para respirar, y para continuar con la invisible tortura. Una vida rota por la desgracia de la pérdida. Un padre cobarde que se marchó, y una madre ausente que la nombró por su abuela y por su afición al satélite de la Tierra. Un hermano muerto bajo la misma enfermedad que ahora recorría sus células.

Nunca se había molestado en llevar una vida normal. Ni pareja, ni amigos; solo conocidos. En su mundo de oscuridad no había cabida para las confianzas ni la intimidad. Aquella enfermedad hereditaria y mortal de necesidad había pendido siempre sobre las cabezas de cada uno de los miembros de la casa, como una losa a punto de caer, y que no responde a cómo ni porqué, solo a cuándo. Muchas veces maldijo a su madre por su egoísmo a la hora de formar una familia que terminaría igual que todos los de su estirpe. Ahora sabía que cuando lo hizo, solo estaba intentando ser feliz.

Siempre dijo que se había casado con un hombre de fuera con la esperanza de erradicar la enfermedad. En el momento de su enlace ya se le habían muerto dos familiares, aunque ella se encontraba en apariencia sana. Su padre veía la historia de los insomnes demasiado fantástica como para creérsela. Pero cuando su mujer enfermó, dejó de parecerle una anécdota divertida.

Al principio fueron las arritmias y las sudoraciones, pero lo pasó por alto pensando, que, después de todo, esos síntomas eran comunes a muchas otras enfermedades. Más tarde, la debilidad dio paso a la atrofia e ingresó en el hospital. A partir de ahí fue cuestión de semanas: su madre murió incapaz de dormir, ciega y presa de agudas crisis de demencia.

Su padre quedó tan impactado por aquella horrible muerte que dejó de hablar durante varios meses y perdió su trabajo. Pero el destino decidió que no se había cebado aún lo suficiente con aquella familia, y escogió al menor de la casa para proseguir con la cruel maldición. Incapaz de pasar de nuevo por la misma experiencia, su padre huyó una noche de invierno, dejando tras de sí una nota donde imploraba perdón, pero ninguna forma de contacto. Poco después, Ana Luna se quedaba sola en el mundo.

Diez días para vivir, pero también diez días para descansar.

Hacía varias semanas que no pegaba ojo. Unas profundas ojeras se habían instalado de forma permanente encima de sus mejillas, y su piel reflejaba arrugas prematuras. Nada de lo que le ofrecía el mundo conseguía satisfacerla, y por eso había renunciado a hacer cualquier intento de vida normal después de la tragedia. Ver la tele le parecía el ejercicio más trivial del mundo, porque ninguno de sus mensajes tenía nada que ver con ella. A veces leía, reflexionaba, pensaba. Pero la lluvia siempre regresaba.

Después de los primeros síntomas, se hizo el tan temido análisis de sangre que llevaba toda la vida rehuyendo. Los resultados fueron los que revelaron que le quedaban doscientas cuarenta horas de cordura. Ya había consumido cuatro mil de aquellos preciados minutos, y los terribles efectos comenzaban a hacer mella en su conciencia.

Traicionada por los recuerdos, se sorprendió al notar dos cálidas lágrimas rodándole por las mejillas; acaso aún era capaz de sentir algo. Por si había un dios, Ana Luna había desgastado las cuentas del rosario pidiendo lo único que no podía serle concedido: morir durmiendo.

Pero Dios se apiadó de ella, y la salvación le llegó en forma de llamada de teléfono. Ni anestésicos ni sedantes funcionaban; nadie escapaba a la enfermedad familiar del insomnio. La forma de no sufrir era dormir, y en su caso, la única opción era el coma inducido. A falta de soluciones, los médicos se hicieron cargo de su tristeza y de su historial familiar. La noticia fue recibida por Ana Luna con gran alegría; tanta que se sintió extraña, como si fuese un sentimiento lejano e inédito.

Hasta que por fin llegó el décimo día. Tumbada sobre la camilla, cerró los ojos con una sonrisa y se preparó para el viaje eterno.

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2 comentarios sobre “El privilegio de morir durmiendo

  1. …pero a último momento podría haber encontrado el sentido de su sufrimiento, de su vida y de los que había perdido!
    …y se quedó sin la posibilidad de estar consciente y despierta hasta el final, hasta el instante más importante de su vida: la muerte, que llega cuando Dios sabe que es oportuno
    …Él nos hizo y a Él pertenecemos, en la vida y en la muerte…
    Qué lindo escribir como lo haces!, felicitaciones! (eso sí con la salvedad de lo que va arriba 🙂

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