Retrato de la desesperación

Relato seleccionado en el III Concurso de Relatos en Papel “La Lectura de Ramón”.
antología “Mañana a la misma hora”, editorial El Fantasma de los Sueños (2015)

El 26 de febrero de 1957, lo único que se oía en casa de la familia Solano era el tictac del reloj del comedor. Encarnación, la madre, lanzaba de vez en cuando preocupadas miradas que iban del reloj a la ventana. De repente, Magdalena, la pequeña, rompió el silencio:

—¿Por qué tarda tanto en venir hoy papá, mami?

Gabriel Solano no las tenía todas consigo. Su situación era desesperada, pero más aún lo era su plan. Se empujaba a sí mismo a seguir adelante recordándose las consecuencias de echarse atrás. Mientras picaba a la puerta, se acordó de que había dejado en casa las cápsulas con el veneno. Tal vez su conciencia, arrepentida en el último momento, le había querido echar una mano.

—Ah, hola, Gabriel, ¿lo puedo ayudar en algo? —lo saludó Matías, su casero, desde la entrada. Evitando mirarlo a los ojos, Gabriel empujó la puerta con la mano, haciendo ademán de entrar.

El discurso no lo llevaba preparado. En realidad, poco importaba lo que dijese. Lo que contaba era lo que iba a hacer a continuación.

—Verá, yo… —empezó.

El casero, confiado, le dio la espalda y echó a andar por el oscuro pasillo, esperando que Gabriel lo siguiera.

—¿Qué es lo que pasa? —insistió Matías— ¿Este mes tampoco podéis pagar el alquiler?

Aquellas fueron las palabras que dispararon el gatillo de su rabia. Sin pensarlo dos veces, Gabriel le puso una mano en el hombro al anciano, obligándole a darse la vuelta. Colocó sus manos alrededor del cuello y comenzó a apretar. Matías abrió la boca intentando gritar, pero de su garganta solo escapó un sonido ronco. Mientras que el color de su cara iba pasando de rojo a azul, Gabriel lo tumbó en el suelo y continuó oprimiendo. De repente, faltó a su promesa y lo miró a los ojos. Incluso aunque el corredor se encontraba a media luz, pudo distinguir las venillas rojas que se iban formando en el interior de sus globos oculares. Sus ojos azules pedían auxilio, desesperados, pero sus manos habían caído resignadas a ambos lados del cuerpo, preparadas para el fatal desenlace.

De forma inesperada, Gabriel dejó de hacer fuerzas y cerró los ojos. Se tapó el rostro con las manos, como queriendo negar las lágrimas que le resbalaban ahora por entre los dedos. Matías, sofocado, inhalaba imperiosamente el aire que hasta hacía un momento le había sido negado. Tosía, inspiraba y miraba a Gabriel con ojos entre aterrados y acusadores.

En el despacho de la policía lo confesó todo, como si en el fondo desease hacerlo. En la versión oficial constaba que, habiendo perdido su trabajo, Gabriel Solano era incapaz de afrontar las facturas y el alquiler de la casa, tras lo cual, su mujer, sus dos hijas y sus suegros, ancianos y enfermos, se quedarían en la calle. En su desesperación había trazado un estrambótico plan al que había hecho partícipe a su mujer, pero no colaboradora. Como Matías era viudo y sin hijos, pensó que, si acababa con su vida y se deshacía del cuerpo, podrían quedarse con la casa, haciendo pasar a su suegro como su casero, ya que ambos ancianos tenían edades similares. En un principio había pensado envenenarlo, pero, habiéndose olvidado las pastillas en casa, decidió optar por la vía desesperada.

—Solo me resta una duda —dijo el comisario, mientras garabateaba con el lápiz sobre una hoja de papel— ¿Por qué en el último momento dejó con vida a su casero?

Con la cabeza gacha, Gabriel respondió:

—Lo miré a los ojos y en ellos vi a mi padre fallecido. Matías era como él, un hombre que había trabajado mucho durante toda su vida para ganarse aquello de lo que ahora disfrutaba. Matarle a él habría sido como hacérselo a Fernando Solano.

El comisario dirigió al acusado una mirada de afectación, dándose cuenta, quizás, de la clase de persona que en realidad era Gabriel Solano: un hombre bueno, desesperado. Y pensó que las cosas en esta vida no son ni blancas ni negras; todo depende de la situación en que nos encontremos.

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