El precio de la libertad

El primer copo de nieve le cayó en el dorso de la mano, sobresaltándolo. Elevó con desgana la vista al cielo, y lo vio todo blanco. Ya había notado que hacía menos frío y que el sol estaba ausente, oculto tras la espesa capa de nubes. Al menos él brillaba seguro, sabedor de que podía permitirse días libres.

La gente pasaba por su lado charlando animadamente, llevando grandes bolsas de la compra. El poste de la plaza que se veía desde la galería decía que era miércoles 24, el día con la noche más triste del año para los sintecho. En algún rincón de su cabeza se encendió una luz melancólica que lo transportó a cenas pasadas y a la indecisión de qué regalos comprarle a su familia. Estos, en otro tiempo, habían sido sus mayores problemas. Intentó sonreír, pero le quedó una mueca extraña.

Tenía que hacer algo con su vida, con aquel cuerpo que vagaba sin rumbo al que no le importaba la falta de planes de futuro. Un pedazo de carne que continuaba exigiendo comida y descanso, aun estando al borde de la enajenación. La locura extrema, pensaba de vez en cuando, era la forma más flagrante de cordura. Uno no perdía su libertad si renunciaba a seguir las normas, pero le privaban del resto, para que no le quedasen más opciones. Le daban la libertad para ser él mismo, hasta que la ruptura con unas leyes que se habían convertido en costumbres los obligó a dejarle de lado. La libertad, entonces, pasó a volverse una tirana que ejecutaba a sus súbditos sin miramientos. Así fue como él perdió su trabajo y, por consiguiente, su casa. También a los que una vez creyó amigos.

Todo por estar en contra de la opinión pública. Por no creer lo que le decían que era verdad, y que él sentía coja, incompleta. De niño había dado por hecho que cuando fuese adulto tendría la capacidad para dirigir su propia vida, pero no era cierto. Decir lo que pensaba le hacía retroceder peldaños en la escalera, y negarse a seguir la corriente lo dejó de vuelta en la casilla de salida. Solo, en mitad del océano, sin salvavidas. La calle era la única que lo había aceptado sin mirar documentos de identidad, y allí no se luchaba por ascensos, sino por esquinas limpias donde dormir.

Un sonoro retortijón estomacal le hizo salir de sus cavilaciones. Debería haber aceptado aquel trabajo como aparcacoches, en lugar de insultar al dueño. Quizás así tendría una oportunidad de reconducir su vida, al margen de papeleos. Aunque solo fuese para evitar más trifulcas con otros indigentes, pues ya le habían roto el labio y puesto un ojo a la funerala, y a pesar del frío que no sentía si no le prestaba atención, sí le apetecía darse una buena ducha caliente. Solo de orgullo y convicciones no se podía vivir. Fantaseó con la idea de ir a ver al dueño y disculparse, y decirle que necesitaba el puesto. Pero si volvían a exigirle una sola cosa más, entonces estallaría. Su libertad era lo único que le quedaba, y la defendería con uñas y dientes. Le había costado todo lo demás; hasta su nombre. Desconocía si continuaba teniendo dignidad, pero era obvio que sí tenía algunas necesidades. Pensó que era tan buena idea como cualquier otra aferrarse a ellas y llamarlas «planes».

Unos niños echaron a correr entre carcajadas, y aquel fue el impulso definitivo que le hizo levantarse. Iría a preguntar esa misma mañana, y con suerte podría empezar el viernes.

Pensó que se marearía al incorporarse con aquel súbito acceso de entusiasmo, pero no lo hizo. Inspiró hondo el aire invernal y, por primera vez en mucho tiempo, sintió el espíritu de la Navidad.

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