Un pulpo en la escalera

La muerte de una prostituta no suele ser motivo de lamento de nadie, sobre todo cuando se trata de alguien que no tiene familia o gente a su cargo. Solo una persona obsesiva con su trabajo y con buen olfato podría interesarse por una historia que, a simple vista, no es más que otro ajuste de cuentas callejero.

La mujer había aparecido en un callejón con dos puñaladas en el pecho. Cerca de la escena se encontró una navaja sin señales de haber sido utilizada. Mientras que la mayoría coincidía en que era un arma de defensa personal que portaba la prostituta, el inspector Martos Cuesta tuvo claro que se encontraba en aquel lugar por alguna razón específica; quizás para cumplir con un encargo. Fue el único que supo vincular exitosamente desde el principio la muerte de Jade Púrpura (como se hacía llamar) con la de uno de los confidentes del Cuerpo de Policía. Allí donde la mayoría solo veía pobres desgraciadas esclavas de sus adicciones, vidas de lujo o chulos de turno, él sabía que guardaban tantos secretos como el mismísimo Pentágono. Y no le hizo falta más que sonsacar a unas cuantas compañeras de profesión acerca de las amistades de Jade para unir las piezas del puzle. Por supuesto, no fueron tan tontas como para dar nombres, pero estuvieron dispuestas a ofrecer descripciones a cambio de generosas propinas y promesas de silencio. Así fue como Martos Cuesta acabó entrando en el apartamento de la finada, donde halló una caja de zapatos debajo de la cama que contenía un vulgar cuaderno que hacía las veces de diario. Leyó con avidez las últimas páginas, garrapateadas a toda prisa:

«Ya no aguanto más. No soporto que se pase la vida espiándome por la mirilla y que con cualquier excusa salga a la puerta en cuanto percibe movimientos en la escalera. Lo he sorprendido dos veces curioseando en mi buzón, e incluso ha llegado a preguntarle a una vecina, como quien no quiere la cosa, sobre mis actividades laborales. No sé si es un baboso o solo el perfil de tío al que le van las mujeres como yo. Pero la gota que colmó el vaso fue cuando lo pillé haciéndome fotos desde la ventana. Y por ahí sí que no paso: mis clientes me exigen discreción, y lo último que querría es quedarme sin trabajo si esas fotos salen a la luz.

Así que, en vez de eso, he decidido que alguien se va a quedar sin cabeza.

A las siete y cuarto de la tarde he hecho una llamada a través de una línea segura a J, unos de mis mejores amigos y clientes. Es de esos que no pertenecen a ningún ideal, sino a sus intereses. De los que trabajan en la sombra, pero codo con codo con los maderos. No me ha dejado ni terminar la historia: nada más decirle de qué iba el asunto, me ha asegurado que puedo dejar de preocuparme, así que esta noche voy a dormir a pierna suelta…

(…)

A las nueve de la mañana escuché un grito procedente del portal que retumbó en todo el edificio. Me levanté sobresaltada al oír a varios vecinos bajar las escaleras como alma que lleva el diablo. Se me escapó una sonrisa al acordarme del encargo.

Mientras bajaba, escuché a alguien gritar: «¡Dios mío, es una cabeza!». Ahí me acojoné. No había necesidad de dar semejante espectáculo, pero luego me tranquilicé pensando que a mí no me tocaba nada.

Algunos vecinos insistieron en que no mirase. Pero yo, que he toreado en peores plazas, ignoré las advertencias y me metí en el cuarto de la limpieza. Me quedé helada al ver la cabeza de mi amigo, que había sido envuelta cuidadosamente en lo que parecía una bolsa de la basura de color amarillo.

Los vecinos interpretaron mi sorpresa como el impacto producido por la macabra escena, pero no sabían que lo que en aquellos momentos me preocupaba era algo muy diferente.

Mientras subía las escaleras con el corazón en un puño, caí en la cuenta de que faltaba tan solo un único vecino en aquel desastre. No me dio tiempo de pensar nada más, porque la nota que descubrí bajo mi puerta me erizó el vello de la nuca de tal forma que sentí como si alguien tirase de mí hacia atrás.

Y supe que me estaba vigilando, aunque no lo viese.

Me agaché con cuidado y recogí el trozo de papel. Al desdoblarlo descubrí una caligrafía perfecta, sin rasgos identificativos. La escritura era pausada, como de alguien que se sabe controlador de la situación:

«Ahora tú y yo estamos unidos por nuestros secretos. Yo sé el tuyo, y tú el mío. Eso nos convierte en amigos, y los amigos están para tenderse la mano. Espero impaciente tu ayuda cuando la necesite: no me defraudes».

Enseguida capté el sentido detrás de sus palabras. La nota estaba escrita de forma que no pudiera interpretarse como una amenaza si alguien más la leía. Ni la escritura ni su mensaje son agresivos a simple vista, pero yo sé que bajo esas líneas se esconde algo muy grave de lo que no podré escapar así como así. Cometí un serio error al subestimarlo, y ahora he de cargar con las consecuencias…»

Martos Cuesta chasqueó la lengua, al tiempo que cerraba con cuidado el cuaderno y lo depositaba otra vez en el interior de la caja de zapatos. Lo que más pena le daba es que una mujer que tenía dotes de escritora hubiese terminado trabajando en la calle. Todavía seguían buscando al cabrón que había matado a su confidente (así como el resto de su cuerpo) y que había causado la muerte de la nada inocente Jade Púrpura —a esas alturas, Martos Cuesta estaba convencido de que, al situarla en aquel escenario, la muerte de la prostituta era algo con lo que el tipo de la nota había contado desde el principio—. Estaba claro que su intención había sido quitarla de en medio de forma indirecta para evitar que una eventual indiscreción lo comprometiese de alguna manera. Ahora tendría que indagar hasta encontrar al misterioso vecino relacionado con el doble asesinato.

El inspector salió a la calle y enfrentó la puesta de sol, que luchaba por abrirse paso por entre los resquicios que le concedía el asfixiante paisaje urbano. Mientras se calaba el sombrero, se prometió a sí mismo que atraparía a aquella alimaña, costara lo que costase.

Desde la oscuridad y la seguridad de su piso, el escurridizo pulpo le dirigió una mirada desdeñosa a Martos Cuesta. Se encontraba en las alturas, y no solo de forma literal. Al haber trabajado él mismo para las fuerzas de seguridad antes de rendirse a sus instintos más bajos, sabía muy bien cómo discurrían los de su calaña. Lejos de resultar aburrido, observar los hábitos de los individuos constituía una fuente de datos que podían ser utilizados en beneficio propio si la situación lo requería. Un detalle banal como saber que las cerezas eran la fruta preferida de alguien resultaba un poderoso aliado en su nueva lucha personal contra la humanidad.

Cuando al día siguiente leyó en el periódico la noticia del fallecimiento del inspector, no pudo menos que sonreír ante la facilidad con la que aquella caja de frutas enviada a nombre de un familiar que vivía en el campo lo había quitado de la circulación.

Encontrar un adversario a su altura no iba a ser fácil.

2 comentarios sobre “Un pulpo en la escalera

  1. Increíble cómo relatas!!! me encantó el final, como una vuelta de tuerca!!!! Ni me lo imaginaba!!! Genial!!!! Felicitaciones por este gran relato!!!

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