El cielo en tus ojos

Relato ganador del tercer premio de AGIFES «Libre Mente» IV para la salud mental en enero de 2016. Esta historia fue traducida con posterioridad al francés para la revista canadiense de salud mental Oxygène. La escribí con el deseo de normalizar los tratornos mentales y eliminar el estigma social que sufren quienes los padecen.

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Hubo un tiempo en que creí que estaba muerta.

No recuerdo muy bien cómo empezó todo, pero sí que antes de eso había estado bastante deprimida, debido principalmente a mi falta de autoestima. Siempre me ha gustado escribir, y a pesar de que soy una persona muy tímida, es natural que me guste ser valorada y reconocida por mi entorno. Pero resultó que a mi entorno le importaba un bledo mis aficiones. Cada vez que intentaba que leyeran algo, se escabullían alegando que estaban muy ocupados o me pedían el texto para mirarlo luego y darme la opinión al día siguiente, pero ese día nunca llegaba. Intentando no deprimirme, comencé a publicar historias en las redes sociales, y para mi sorpresa nadie hacia el más mínimo comentario. Al principio lo encontré extraño, aunque luego me convencí de que debía de ser una escritora espantosamente mala. Después de eso, recuerdo un par de episodios en que los vecinos no me devolvían el saludo al pasar, como si no me viesen. Y entonces, un día me levanté y me di cuenta de que en realidad estaba muerta. Por eso nadie me hacía el más mínimo caso y mis amigos no me llamaban. Estuve dos días encerrada en mi cuarto sin querer salir, con mis padres aporreando la puerta, pero yo no sentía ni hambre ni sueño.

Al comprender que seguramente me había quedado atrapada entre dos planos, un estado de ansiedad extrema se apoderó de mí y fui hasta la cocina con la intención de autolesionarme: si estaba muerta no me iba a doler. Sin embargo, me sentí bastante aturdida al ver la sangre caliente deslizarse por mi antebrazo. Mi madre entró en ese momento en la cocina y pegó un grito, se abalanzó para quitarme el cuchillo y yo forcejeé hasta que la tiré al suelo. Después de eso, un médico me hizo pruebas y decidió que debía pasar una temporada recluida en una institución mental.

Durante mi estancia en aquel sanatorio tuve sentimientos encontrados. Por primera vez en mucho tiempo había terceras personas que interactuaban conmigo. Al parecer me veían, pero como mis padres no iban a visitarme, llegué a la conclusión de que me encontraba en el infierno y que aquellos individuos vestidos de blanco se hacían pasar por enfermeros y fingían que les importaba mi bienestar. Pero yo no era tonta: con tantos gritos y sufrimiento a mi alrededor, estaba claro que aquello no era precisamente el cielo, así que cada día escribía acerca de las posibles teorías por las que podría haber terminado allí. Una historia religiosa procedente de Asia cuenta que el cielo no existe más que para la gente importante, como los emperadores. El resto de la humanidad va al infierno, sin excepción, porque nadie es del todo puro, y dependiendo de la maldad de su alma recibe un castigo diferente: desde las torturas eternas hasta la desidia más absoluta. En mi caso me habían hecho el vacío, y ahora fingían que se preocupaban por mí, cuando lo único que querían era envenenarme con comida y pastillas. Pero yo no pensaba ceder; podría estar en el infierno, pero no iban a manejarme a su antojo mientras pudiese evitarlo. Así, escupía todas las cápsulas que me daban cuando no me veían y escondía la comida en la servilleta, para luego arrojarla al jardín. No dejaba de preguntarme si mis padres también estarían muertos, y si era así, por qué no estaban allí conmigo.

Una tarde lo tuve claro: ellos habían ido a un nivel infernal superior. Sin duda, mi padre, una persona arisca, agresiva e intolerante, habría ingresado en la zona de tortura. Aquella visión de mi padre gritando mientras era despellejado me produjo tal ataque de pánico que me destrocé la piel de los dedos con los dientes hasta hacerlos sangrar.

No me di cuenta de que estaba chillando hasta que se acercaron dos enfermeros y me sujetaron por los brazos. Intenté liberarme, pero estaba muy débil y no pude hacer nada. En el forcejeo se me cayó el diario al suelo, y derramé el vaso de agua con las pastillas. Recuerdo haber sentido un pinchazo en el brazo, y luego la oscuridad.

Me desperté en mi habitación con el cuerpo atado. Lo primero lo supe por el familiar cuadro de flores de lavanda que había en la pared de la izquierda; lo segundo, porque al intentar alzar la muñeca para rascarme la nariz, un frustrante tirón me impidió ejecutar el movimiento. La otra sorpresa fue que en el marco de la puerta había un chico apostado que me miraba con curiosidad.

—¿Quién eres tú? —le pregunté con la voz ronca y pastosa.

—Me llamo Álex. —Se me acercó con una sonrisa—. Mi cuarto está justo al lado del tuyo, aunque salgo poco. Paso muchas horas pintando. Tú eres Miren, ¿verdad?

Hice un intento de asentir con la cabeza, pero desistí porque la presión que sentía en las sienes me estaba martilleando el cráneo. Suspiré, resignada.

—No hace falta que hables. Has estado durmiendo durante un par de días: estás muy débil, y tu cuerpo ha debido de agradecer el reposo. Como no comes…

—¿Y qué sabes tú de eso? —le espeté, entre avergonzada e indignada.

—He leído tu diario —me reveló, apuntando con el dedo a la mesilla de noche; por el rabillo del ojo distinguí la libreta—. Espero que no te importe que lo haya hecho. Verás; yo me caracterizo por algo que muchos consideran un defecto o una virtud, dependiendo de cómo sople el viento: soy bastante sincero. Y aunque tu escritura es fluida y coherente, su contenido no lo es tanto. Lamento decirte que tus teorías están equivocadas.

—Lo que tú digas —lo corté con sequedad, aunque experimentando una calidez especial que no había sentido en mucho tiempo. ¡Alguien había leído mis escritos y los encontraba interesantes!

—No estás muerta, ni este es el infierno —insistió Álex, mientras ponía sus manos en el borde de mi cama—. Yo estoy vivo y puedo verte. Varias personas aquí te conocen. He hablado con ellas y te recuerdan.

—Porque este es el infierno —le expliqué con paciencia. Pero él negó con la cabeza.

—En el infierno no existen personas tan valiosas.

Durante los tres días que duró mi cautiverio, Álex me visitaba a diario y manteníamos charlas. Me sentía muy bien a su lado, aunque me exasperaba el hecho de que no comprendiese dónde nos hallábamos. Comencé a comer porque me chantajeaba con no venir a verme si no lo hacía, y él no era como los enfermeros: se quedaba a mi lado hasta que se aseguraba de que había terminado con la última cucharada de yogur.

Álex pintaba, y le gustaba la Filosofía. Tenía unas teorías muy peculiares acerca de la vida, y hablaba tan bien que no alcanzaba a comprender qué clase de trastorno le aquejaba como para estar confinado en aquel supuesto sanatorio. Comencé a intuir que se trataba de un ángel que había bajado hasta el infierno para consolarme, pero de todas formas le pregunté a una de las enfermeras. Ella me informó de que sufría trastornos bipolares, lo cual era imposible, porque Álex era demasiado inteligente y despierto como para tener problemas mentales.

Un día me invitó a su cuarto y me enseñó sus pinturas. Tenía las paredes cubiertas con lienzos de paisajes, casitas y bodegones. Pero lo que más me impresionó fue descubrir que el cuadro en el que estaba trabajando en aquellos momentos era… mi retrato.

—¿Por qué me estás pintando a mí? —exclamé con sorpresa.

—Para recordar que no estamos en el infierno —respondió con una sonrisa.

Aquella noche, mientras me terminaba la cena y veía un aburrido programa de televisión, escuché unas voces en su cuarto. Alarmada, salté de la cama y abrí la puerta de par en par. Álex gritaba y le daba patadas al mobiliario, profiriendo insultos y amenazas, exigiendo salir de la clínica. Intenté acercarme hasta él, pero sus ojos inyectados en sangre y dos enfermeros que irrumpieron abruptamente en la habitación me impidieron hacerlo. Una doctora me tomó por el brazo y me condujo con suavidad de vuelta a mi cama.

Al día siguiente, Álex se había ido.

Me dijeron que lo habían trasladado a otro edificio para hacerle pruebas. Me quedé esperando durante dos semanas, pero no volvió. El día en que me dieron el alta, su habitación había sido ocupada por otra persona: una joven de pelo rizado.

Mientras recogía mis cosas, alguien pegó en la puerta. Me di la vuelta y me encontré con mi madre, que exhibía una sonrisa de disculpa desde el pasillo.

—No hemos venido antes porque nos dijeron que resultaba contraproducente para tu tratamiento —explicó. En la mano llevaba un cuadro. Al preguntarle con la mirada qué era, alzó el brazo y me dijo:

—La enfermera me ha dicho que un chico llamado Álex dejó esto para ti antes de marcharse.

Rodeada de un cielo cerúleo de nubes algodonadas, con árboles de un verde vibrante y hermosas flores de lavanda, Álex me había dibujado sonriente, con el cabello de color rojo fuego y los ojos azules como el mar. Le di la vuelta al retrato, y vi que sobre el reverso de cartón había escrito algo:

«Así es como yo te veo: hermosa, y muy viva. Tú no eres quien crees ser, y este no es el infierno: lo sé porque en tus ojos he visto el paraíso».

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